Los últimos días del mundo, de Arnaud y Jean-Marie Larrieu

Francia – 2009 – 130 min

JUEVES 28 DE ABRIL A LAS 20:30 HS EN EL TEATRO LA LUNA

Pasaje Escutti 915 – Barrio Güemes – Córdoba :: Entrada libre – Contribución voluntaria

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«Me gustan las historias donde nunca estás seguro de nada y eso es lo que hace la vida tan encantadora y profunda». Jean-Marie Larrieu

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“Había muchas novedades para nosotros: la adaptación de una novela, la confrontación de multitud de personajes, las escenas de acción violentas…”, ha destacado Arnaud Larrieu. “Comenzamos a partir de la clásica escena en la que el protagonista ve desfilar su vida ante sus ojos antes de morir. Enfrentados a la catástrofe, los personajes se plantean qué hacer, con quién y por qué. De repente, surge un destino y renacen antiguos deseos ocultos”. Para Jean-Marie Larrieu, Les derniers jours du monde supone “una mezcla entre las películas intimistas y las efectistas”, con “una mezcla de pesimismo, ya que el mundo se derrumba, y de espíritu de aventura”.

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  • ¿Cómo compartís las tareas en el rodaje?

JM: Arnaud se concentra en la cámara. Está con el encuadre. Mecánicamente yo estoy más cerca de los actores.

A: Yo intento seguir el ritmo de los planos. Quiero que pase algo en cada momento…

  • ¿Esta «filosofía del momento» se aplica permanentemente?

A: No somos realmente adeptos de los guiones técnicos anticipados. El día del rodaje, ensayamos las escenas con los actores, de la manera más ligera posible. Después definimos qué planos vamos a rodar. Jamás es al revés.

JM: Es también porque sabemos que los actores se entregarán totalmente en estas condiciones. Nosotros no hacemos muchas tomas, sino que esperamos que la emoción suba y que un evento raro y mágico surja.

Fuentes:

http://cineuropa.org/it.aspx?t=interview&l=es&did=53568

http://cineuropa.org/nw.aspx?t=newsdetail&l=es&did=111726

https://www.karmafilms.es/elamoresuncrimenperfecto/entrevista.html

 

 

 

El gran lío, de Alexander Kluge

Alemania del Oeste (RFA) – 1971 – 86 min

JUEVES 21 DE ABRIL A LAS 20:30 HS EN EL TEATRO LA LUNA

Pasaje Escutti 915 – Córdoba // Entrada libre – Contribución voluntaria

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“Usualmente, películas como El gran lío o Willi Tobler y el hundimiento de la Sexta Flota son descartadas como aberraciones dentro de la obra de Kluge por sus historias inconmensurables, el masivo uso de intertítulos y los extraños excesos de improvisación no actoral. Pero vistos hoy en día esos films son, ante todo, el antecedente directo de los trabajos televisivos que Kluge encararía tiempo después,los primeros intentos por recrear la poesía episódica del cine primitivo y una sonora despedida al realismo. De allí en más, el precepto fundamental sería la realidad” (Olaf Möller, Sight & Sound).

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«A siete minutos de comenzada la transmisión del film comenzaron a arreciar llamados telefónicos a la cadena de televisión ZDF. Ninguno de esos llamados expresaban satisfacción. Resultaba evidente que la técnica de montaje que utilizaba en el cine no era apta para el formato televisivo.  A partir de esa experiencia decidí que mis películas debían ser exhibidas solamente en salas de cine, o bien estar muy ancladas en la realidad, de manera que no necesiten del uso del montaje. A mi entender, el montaje trata de hacer visible algo que no puede ser visto directamente, precisamente porque no consiste en objetos visibles» (Alexander Kluge).

El Castillo, de Aleksey Balabanov

Rusia –  1994 – 120 min

JUEVES 14 DE ABRIL A LAS 20:30 HS EN EL TEATRO LA LUNA

Pasaje Escutti 915 – Córdoba // Entrada libre – Contribución voluntaria

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Balabanov se muestra bastante respetuoso con la novela de Kafka, lo que hace especialmente brillante, entretenida y hasta divertida su versión de “El Castillo” –en palabras del propio realizador su intención era “…tomar un material intelectual y hacer con él un thriller”–, es la fascinante imaginería visual que utiliza para darle vida. Optando esta vez por un color brillante y a veces casi saturado, donde el blanco de un paisaje eternamente nevado juega un papel esencial, junto a unos interiores cálidamente tenebristas, que recuerdan a veces al fotógrafo checo Jan Saudek, el director dota a su película de un ritmo imparable y saltarín, homologable a los verborreicos monólogos de los personajes de la novela de Kafka, y a su mareante jerga burocrática, que esconde la falta de sentido que, en realidad, rige por completo este universo delirante y vacuo. A la hora de recrear iconográficamente este universo kafkiano, tan fantástico y fuera del tiempo y el espacio como el País de las Maravillas de Alicia, Balabanov utiliza un vestuario y ambientación renacentistas, que evocan los personajes de Brueghel y los pintores flamencos, a la vez que rodea estos de utensilios y accesorios propios de finales del siglo XIX y principios del XX: teléfonos, automóviles y coches de punto, máquinas ópticas, etc. El aire surrealista y grotesco de la historia se ve remarcado por una serie de bizarros rituales fijos, interpretados por los niños alumnos de la escuela del pueblo, que deben cantar distintas tonadas corales en ciertos momentos del día, acompañados por la música de organillo de extraños artefactos musicales, y que recuerdan a los escleróticos e inalterables rituales cortesanos que rigen el no menos kafkiano mundo de “Gormenghast”, creado por el escritor y artista británico Mervyn Peake. En otros momentos determinados del día, una piara de cerdos atraviesa ritualmente la taberna de punta a punta, sin ser importunada nunca por los clientes. En términos generales, Balabanov consigue no solo permanecer fiel a Kafka, sino reinventar su mundo en un estilo excéntrico y surrealista, que recuerda a directores como el polaco Woicjech Has y sus peculiares adaptaciones de Potocki, Bruno Schulz y Frederick Tristan, o al director, artista y animador checo Jan Svankmajer, especialmente en sus largometrajes más recientes como “Little Otik” (Otesanek, 2000) y “Lunacy” (Sileni, 2005), pero también en su obra maestra, del mismo año que “El Castillo”, “Fausto” (Lekce Faust, 1994).

Máquinas, sueños y pesadillas

El fonógrafo que insistentemente reproduce, una y otra vez, un fragmento de opera wagneriana, que al llegar a cierto punto se atasca y retrocede, también, una y otra vez, en “Happy Days”. La caja de música, con su bailarina mecánica incorporada, que parece ser el único tesoro del protagonista sin nombre del mismo filme. Artefactos que repiten siempre la misma acción, que cíclicamente retornan al punto sin retorno de su comienzo eterno, como metáfora quizá de los propios personajes del filme, condenados a representar una y otra vez sus papeles, en una perpetua búsqueda sin resultado, como marionetas de un destino sin destino final.

Los extraños y deliciosos instrumentos mecánico-musicales, que acompañan los cánticos rituales del coro infantil, marcando y separando, a su vez, distintos periodos temporales en el mundo atemporal y alucinado de “The Castle”. Su sonido de pianola mecánica, organillo eléctrico o caja de música, parece también el único posible en un universo mecánico, burocratizado y ritualizado hasta el último detalle, del que, sin embargo, nos faltan las instrucciones de uso.

Los discos de fonógrafo, las cámaras fotográficas de trípode, el primer cinematógrafo, su antecesor el kinetoscopio, el fonógrafo mismo… Instrumentos todos de grabación y reproducción de la imagen y la voz humanas, que juegan un papel fundamental en “The Castle”, “Morphia” y, sobre todo, “Trofim” y “Of Freaks and Men”. Maquinas y maquinaciones del deseo, que mantienen vivos a los muertos, que roban el alma a los vivos, que llenan el plano y el paisaje cinematográfico de Balabanov, compartiéndolo inquietamente con sus actores, quienes, a veces, parecen igualmente mecánicos y desprovistos de alma o voluntad propia. Universo de autómatas, vagamente hoffmaniano, donde lo inanimado cobra vida por medio de la técnica, y lo vivo se reduce a un recuerdo, una imagen mecánica de sí mismo. El cine, sobre todo, “Caja mágica: es lo que gobierna al mundo. Es un gran invento y es el tedio, un tedio ávido, malo. Es el cine…” (“Fábrica de sueños”. Ilia Ehrenburg).

Extracto del libro «Aleksei Balabanov, Cine para la nueva Rusia» de Jesús Palacios

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APERTURA DE TEMPORADA NÚMERO 36

CICLO «OTROS MUNDOS»

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FUNCIONES TODOS LOS JUEVES A LAS 20:30 HS EN EL TEATRO LA LUNA

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JUEVES 7 DE ABRIL

HARD TO BE A GOD, de Aleksei German

Rusia- 2013 - 170 min

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LOS MISERABLES
               por Roger Koza

A Gustavo Beck

No es solamente una película, es antes que nada una experiencia óptica, sonora, física, y en cierto sentido metafísica, en imágenes y sonidos. La sexta película de Aleksei German, su elegía civilizatoria o la constatación visceral de que nuestro mundo es irredimible, más allá de su exigencia extrema, tiene una contundencia semejante a la que se experimenta frente a un volcán en erupción o a cualquier fenómeno extremo de la naturaleza que pueda calificarse de sublime. La materialidad del film se impone, es irresistible.

Basada en una novela de los hermanos Arkadi y Boris Strugatski de título homónimo,Duro ser un dios transcurre en un planeta desconocido que en cierta medida se asemeja al nuestro y reproduce la aventura civilizatoria de nuestra humanidad, aunque su evolución cultural comporta unos 800 años de atraso respecto de nuestro tiempo. En principio parece la Edad Media, acaso una réplica de una pintura asfixiante y poblada obsesivamente por entes y objetos propia de un cuadro de El Bosco, aunque en blanco y negro y signada por la presencia del barro. La Tierra es aquí una superficie casi inerte cubierta de lodo, una versión orgánicamente mugrienta de un paraíso perdido, un cascote exento de belleza. La naturaleza se percibe exangüe, en las antípodas de cualquier concepción romántica.

Unos 30 científicos terrícolas están de incógnitos entre los habitantes de este “Doppelgänger” de la Tierra llamado Arkanar. Tienen una condición impuesta: no pueden revelar de dónde vienen y tampoco intervenir con sus saberes para cambiar el devenir de los acontecimientos. Uno de ellos es Don Rumata. Este presunto hijo ilegítimo de Gorán, un dios pagano para los locales (lo que explica un poco su conducta desinhibida y eventualmente despótica frente al resto de los mortales), quiere dar con el paradero de un sabio conocido como el Doctor Budakh. Es posible que quiera salvarlo del ejército de los hombres grises, esa caterva que ha eliminado a los intelectuales y quemado las universidades. El relato se circunscribe a esta búsqueda, pero aquí no importa tanto el argumento como el laberíntico movimiento de su protagonista por los recovecos de pasillos y casas, lo que sugiere, entre otras cosas, una yuxtaposición constante entre el orden de lo privado y de lo público. No hay recintos de intimidad, tampoco una delimitación entre el afuera y el adentro. El hacinamiento define aquí una forma de estar en el mundo.

German organiza la experiencia espacial a través de planos secuencias que, si bien van recorriendo sin detenerse los corredores abiertos de este universo fangoso, tienden a reducir la profundidad de campo y todo horizonte debido a una invasión programática de la perspectiva por parte de cientos de personajes, animales y objetos, como si la lógica formal de la película estuviera constituida por un imán que lleva a todo lo existente a hundirse al punto de registro. Claustrofobia metafísica y física de una civilización fallida,Duro ser un dios ordena su puesta en escena en pos de exponer formalmente una distopía cósmica.

La clave reside en la materia del film. No hay aquí efectos digitales destinados a inventar un mundo. El delirante trabajo minucioso sobre la composición de objetos para que apuntalen la credibilidad de este territorio, la forma de concebir el espacio en el registro, todo esto sumado a una sonoridad omnipresente en la que las voces se despegan de los emisores a la vez que los utensilios adquieren una musicalidad primitiva irreconocible, revelan una poética de un cine de otro tiempo. De lo que se trata aquí es de “descubrir” una segunda naturaleza que se despliega como si se tratara de un cosmos que evoluciona frente a los ojos. Más que un director de cine, German es un demiurgo.

A lo largo de Duro ser un dios puede suscitarse una molestia creciente y no del todo comprensible. La identificación de una ontología fangosa es lo primero que adviene como evidencia, pero no alcanza a significar la sustancia de la asfixia que precipita la reducción del espacio. En esto todavía el sentido de la vista dirige el malestar a la estética del lodo. Pero hay algo más, un fuera de campo de la Tierra privada de su condición de reparo y recogimiento. Tal vez Duro de ser un dios podría considerarse un film de terror en la medida en que esa descomposición externa tendría un correlato directo en la propia corporeidad de los habitantes. Las mucosidades, los órganos internos de los muertos que cada tanto aparecen, todo ese universo de secreciones componen una figura de lo ominoso, una magnitud de las cosas que siempre acecha frente a las conquistas a largo plazo que se le atribuyen a la civilización, conjura colectiva destinada a domesticar, huir y ocultar esa amenaza. Es el contracampo de lo orgánico: todo aquello que alcanza, inevitablemente, un estatuto de desecho. En otros términos, es la mierda, el excedente que sale del cuerpo y debe inmediatamente ser negado. La incomodidad deDuro de ser un dios pasa por su materialidad ominosa que, sin oler a mierda, traduce ese tufo intolerable en una forma visual.

En este sentido, Duro de ser un dios comparte algo del reciente intento de Aleksandr Sokurov en Fausto de imaginar una Tierra anidada por fuerzas diabólicas. Ahí también la materialidad de lo orgánico adquiría una cierta expresión de lo asqueroso. Pero Sokurov todavía pretendía la redención metafísica de ese mundo. La teología del film de German es solamente aparente, debido a que su título parece invocarlo. Pero este mundo es un mundo sin dioses, en las antípodas del romanticismo de Goethe. Curiosamente, si Duro de ser un dios reside en las coordenadas inversas de Fausto (algo que también sucede en términos poéticos, ya que hay algo de la estética digital de ese film que lo hermana conHarry Potter y El señor de los anillos), es a su vez un film muy cercano a Días de eclipse, también de Sokurov, y en este caso inspirado en una novela de los hermanos Strugatski. Lo interesante es que en la década del ’80, aquella película de Sokurov funcionaba como una crítica sesgada de la Unión Soviética, incluso cuando allí la totalidad del mundo parecía hundirse en un estadio apocalíptico en el que la aridez en clave metafísica signaba la materialidad de ese mundo. Esto lleva a pensar que si German hubiera empezado su carrera con Duro de ser un dios en la década de 1960, deseo real del director, su película, en ese contexto de producción y recepción, habría tenido inevitablemente una enorme potencialidad crítica de lo político, mientras que su crítica de la civilización en general habría quedado en segundo plano.

Tras 13 años de rodaje y montaje, la última película de German es tan devastadora como memorable. En el fondo, se trata de un doble juego de extinción. Primero, la extinción de la clarividencia tardía de un director que entiende que la voluntad de poder es la forma dominante de nuestros comportamientos colectivos y que cualquier otra posibilidad de organización colectiva que conjure la brutalidad es casi inconcebible. El ideal de una humanidad luminosa es imposible. Segundo, la extinción paulatina de una tradición a la que pertenecía German. ¿Quién podrá hacer en el futuro películas como Duro ser un dios? German ha muerto, Miklos Jancsó también y Béla Tarr se retiró. He aquí una especie cinematográfica en extinción. El cine del siglo XX muere de a poco.

Esta crítica fue publicada en otra versión en el diario Oaxaca en el mes de noviembre 2014

Roger Koza / Copyleft 2014

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